Aunque El Leoncito no está en Malargüe sino en San Juan, creo que está muy bien tratado el tema de la contaminación lumínica en las ciudades (donde llega a situaciones extremas) y poder así valorar el cielo que se puede disfrutar por estas zonas. Algo había dicho cuando proponía la observación de la Estación Espacial Internacional (http://tecnologiaitinerante.blogspot.com/2007/06/visita-escolar.html).
Esta nota fue publicada en el diario Crítica de la Argentina el 12/7/2008la contaminación lumínica hace estragos
Y en el cielo las estrellas no se ven
En la ciudad de Buenos Aires sólo pueden verse unas cien, cuando deberían apreciarse hasta 3.000. En Malargüe protegen el firmamento.
Federico Kukso
12.07.2008
Ciegos. Hay 1.200 millones de personas que no pueden ver la Vía Láctea.
En el capítulo "Reencuentro con el firmamento", como se lo llamó por aquí, de la 14º temporada de Los Simpson, Lisa, aquella versión amarilla y estadounidense de Mafalda y Susanita juntas, descubre las maravillas de la astronomía y se compra un telescopio. Lo apunta repetidas veces al cielo y nada. La luz de la ciudad es demasiado fuerte para ver a Júpiter, a Venus o a las estrellas.
"¡Me robaron las estrellas, Springfield!", grita. Y entonces, el Profesor Frink, aquel científico excéntrico y chiflado de la serie, sale como siempre de la nada y le responde desde la baranda del observatorio. "Sé exactamente lo que estás sintiendo –dice–. Lo que ves es contaminación lumínica. Para los astrónomos, como yo, es un problema mayor que, no sé, conseguir una cita".
Más allá del gag y la risa efímera producida por el dibujito animado que le toma el pulso a la cultura estadounidense hay una realidad: para millones de personas, el cielo no existe o es apenas aquello de lo que se habla y muestra en documentales, series televisivas de ciencia ficción y películas de batallas espaciales.
Planetas, nebulosas, constelaciones, cometas, lluvias de asteroides y demás escenas que recorren el techo natural terrestre se apagaron a causa de las mismas luces que iluminan al mundo.
El planeta entero se convirtió en una inmensa lamparita negando a generaciones presentes y futuras un espectáculo único, el mismo que inspiró a poetas, escritores, músicos y les robó el sueño a titanes intelectuales como Aristóteles, Copérnico, Galileo, Newton y Einstein.
El fenómeno es relativamente nuevo si bien se calcula que arrancó en 1930 cuando la noche dejó de ser sinónimo absoluto de oscuridad. Aquellos sistemas nerviosos urbanos, las redes eléctricas, se expandieron por el mundo volviéndose un recurso natural e imprescindible.
Y al mismo ritmo, la Vía Láctea se esfumó. En ciudades como Buenos Aires, en vez de apreciarse de dos a tres mil estrellas (de las cien mil millones que hay en nuestra galaxia) durante una noche despejada ahora sólo se ven, en el mejor de los casos, unas cien. Y de ellas, las que se muestran son estrellas de tercera magnitud, es decir, las más brillantes.
Hace unos seis años los italianos Pierantonio Cinzano y Fabio Falchi (Universidad de Padua) espantaron hasta al más desprevenido: en el Primer atlas mundial del brillo artificial del cielo nocturno concluían que dos tercios de la población mundial –cuatro mil millones de personas– viven en lugares con algún grado de contaminación de este tipo; que 1.200 millones de personas ya no pueden ver la Vía Láctea y que en los países más desarrollados la contaminación lumínica crece a un ritmo anual de entre un 5 y 10 por ciento.
"La luz que se emite al cielo se refleja y dispersa en la atmósfera, en las partículas de smog, que a la vez filtran y reducen la propia luz de las estrellas", señala Alejandro Blain, director del observatorio de la Asociación Amigos de la Astronomía.
"La contaminación lumínica no es sólo un problema de los simpatizantes de la astronomía; es de todos. Se consume una innecesaria cantidad de energía iluminando sin normas claras. Se podrían ahorrar millones de dólares por año si se regulara."
Por eso, para admirar el cielo –y descubrirlo– hay que escapar, huir del velo luminoso que envuelve ciudades e instalarse con carpa, telescopios y, de ser posible, con amigos a unos 150 km del monstruo lumínico del Gran Buenos Aires. Por ejemplo, ir a San Pedro.
No se trata, en realidad, de promover un laconismo lumínico, si no de iluminar bien, no hacia arriba (las panzas de los aviones), sino hacia abajo ya sea con escudos, mamparas o techos que apacigüen la fuga lumínica.
En algunas ciudades, como en Malargüe, Mendoza, el tema escaló de reclamo de pocos a preocupación de muchos. "En nuestra ciudad hay una ordenanza de protección del cielo nocturno. Y la reserva El Leoncito, donde está el Complejo Astronómico, es zona protegida, una reserva astronómica", indica la astrónoma Beatriz García. Por eso se sabe –los astrónomos saben– que la experiencia de ver el cielo es radicalmente distinta a la de alguien del siglo XIX.
"La gente de las ciudades no tiene ni la menor idea de lo que es el cielo nocturno –concluye con tristeza Blain–. Sólo cuando ves un cielo limpio y despejado te das cuenta por qué la astronomía es la primera de las ciencias, la ciencia más antigua".
"¡Me robaron las estrellas, Springfield!", grita. Y entonces, el Profesor Frink, aquel científico excéntrico y chiflado de la serie, sale como siempre de la nada y le responde desde la baranda del observatorio. "Sé exactamente lo que estás sintiendo –dice–. Lo que ves es contaminación lumínica. Para los astrónomos, como yo, es un problema mayor que, no sé, conseguir una cita".
Más allá del gag y la risa efímera producida por el dibujito animado que le toma el pulso a la cultura estadounidense hay una realidad: para millones de personas, el cielo no existe o es apenas aquello de lo que se habla y muestra en documentales, series televisivas de ciencia ficción y películas de batallas espaciales.
Planetas, nebulosas, constelaciones, cometas, lluvias de asteroides y demás escenas que recorren el techo natural terrestre se apagaron a causa de las mismas luces que iluminan al mundo.
El planeta entero se convirtió en una inmensa lamparita negando a generaciones presentes y futuras un espectáculo único, el mismo que inspiró a poetas, escritores, músicos y les robó el sueño a titanes intelectuales como Aristóteles, Copérnico, Galileo, Newton y Einstein.
El fenómeno es relativamente nuevo si bien se calcula que arrancó en 1930 cuando la noche dejó de ser sinónimo absoluto de oscuridad. Aquellos sistemas nerviosos urbanos, las redes eléctricas, se expandieron por el mundo volviéndose un recurso natural e imprescindible.
Y al mismo ritmo, la Vía Láctea se esfumó. En ciudades como Buenos Aires, en vez de apreciarse de dos a tres mil estrellas (de las cien mil millones que hay en nuestra galaxia) durante una noche despejada ahora sólo se ven, en el mejor de los casos, unas cien. Y de ellas, las que se muestran son estrellas de tercera magnitud, es decir, las más brillantes.
Hace unos seis años los italianos Pierantonio Cinzano y Fabio Falchi (Universidad de Padua) espantaron hasta al más desprevenido: en el Primer atlas mundial del brillo artificial del cielo nocturno concluían que dos tercios de la población mundial –cuatro mil millones de personas– viven en lugares con algún grado de contaminación de este tipo; que 1.200 millones de personas ya no pueden ver la Vía Láctea y que en los países más desarrollados la contaminación lumínica crece a un ritmo anual de entre un 5 y 10 por ciento.
"La luz que se emite al cielo se refleja y dispersa en la atmósfera, en las partículas de smog, que a la vez filtran y reducen la propia luz de las estrellas", señala Alejandro Blain, director del observatorio de la Asociación Amigos de la Astronomía.
"La contaminación lumínica no es sólo un problema de los simpatizantes de la astronomía; es de todos. Se consume una innecesaria cantidad de energía iluminando sin normas claras. Se podrían ahorrar millones de dólares por año si se regulara."
Por eso, para admirar el cielo –y descubrirlo– hay que escapar, huir del velo luminoso que envuelve ciudades e instalarse con carpa, telescopios y, de ser posible, con amigos a unos 150 km del monstruo lumínico del Gran Buenos Aires. Por ejemplo, ir a San Pedro.
No se trata, en realidad, de promover un laconismo lumínico, si no de iluminar bien, no hacia arriba (las panzas de los aviones), sino hacia abajo ya sea con escudos, mamparas o techos que apacigüen la fuga lumínica.
En algunas ciudades, como en Malargüe, Mendoza, el tema escaló de reclamo de pocos a preocupación de muchos. "En nuestra ciudad hay una ordenanza de protección del cielo nocturno. Y la reserva El Leoncito, donde está el Complejo Astronómico, es zona protegida, una reserva astronómica", indica la astrónoma Beatriz García. Por eso se sabe –los astrónomos saben– que la experiencia de ver el cielo es radicalmente distinta a la de alguien del siglo XIX.
"La gente de las ciudades no tiene ni la menor idea de lo que es el cielo nocturno –concluye con tristeza Blain–. Sólo cuando ves un cielo limpio y despejado te das cuenta por qué la astronomía es la primera de las ciencias, la ciencia más antigua".
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Agustín, el profe de tecnología
http://tecnologiaitinerante.blogspot.com
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